Por Anabel Fernández
El trabajo con las prácticas narrativas ha sido para mí como emprender un nuevo viaje; usarlas en mi trabajo ha sido como ir conociendo lugares nuevos; ir descubriendo dentro de espacios ya familiares, algo diferente. Cada práctica ha ido dejando una huella en mi persona, cada historia la oportunidad de llevar a otros, más alternativas para lidiar con su enfermedad, con su problema o con el dilema que traen consigo. He trabajado en el mismo lugar durante 5 años, en ese tiempo he podido conocer a gente muy valiosa, tanto los compañeros de trabajo como las personas que me han permitido acompañarlos en el camino de búsqueda de su bienestar. Han habido muchos cambios, desde los espacios de atención hasta el personal, y es que aparentemente el trabajo dentro de las clínicas de salud tiende a ser un lugar donde hay gran cabida para el famoso síndrome de “burn out” (la sensación de estar quemado en el trabajo). En una clínica de atención a personas que viven con VIH y sida, el dolor y la muerte son tema de todos los días; a esto le podemos sumar el trabajo en una institución donde el modelo tradicionalista y paternalista para ver la enfermedad es el que rige, donde el médico tiene la “última palabra”; cada día habrá un reto diferente y cada día hay algo por superar, algunas veces, es a nosotros mismos, a no caer en el sistema, a poder hacer algo distinto, diferente a pesar de las vicisitudes que estén en el camino. En México hemos lidiado con el sida desde casi el comienzo de la pandemia, desde 1983 que el primer caso de sida en México fue detectado. A 30 años de su aparición en el mundo, ha dejado grandes estragos, millones de muertes y millones de personas infectadas y afectadas por un padecimiento que va más allá de lo físico, más allá de un proceso simple de salud-enfermedad.