Por A. Leticia Uribe M.
En los últimos años, he tenido la oportunidad
de impartir cursos, capacitaciones y entrenamientos en diferentes temas
relacionados con la práctica narrativa, a poblaciones de muy diversa índole:
trabajadorxs sociales, terapeutas, abogadxs, orientadorxs, etc.
En todos los contextos, aún antes de pensar en
el programa, las actividades o los recursos didácticos, he mantenido la idea de
dar mucha importancia a mi postura como instructora. Para mi ha sido
fundamental poder trasladar y adaptar al contexto de enseñanza la postura
descentrada pero influyente que se utiliza en la terapia narrativa.
En el contexto de la terapia, la actitud
descentrada pero influyente consiste en que el/la terapeuta tiene claro que no
es autor/a de las posturas que va tomando la persona que le consulta. El papel
del/la terapeuta es mas bien de influencia, es decir, que a través de las
diferentes categorías de cuestionamiento, le brinda a las personas la oportunidad
de posicionarse de modos nuevos frente a sus dilemas. La intención es dar voz a
aquello que la persona valora y que da sustento a sus historias preferidas
(White, 2007). Esto significa que lo más
importante para tomar una nueva postura ante los problemas y predicamentos de
la vida, es la sabiduría de la persona que consulta, sabiduría acerca de lo que
es mejor para su propia vida, de lo que valora, de lo que le enriquece, etc. Se
busca influir en el desarrollo de nuevas historias que se conecten de manera
directa con dichas sabidurías, para que la persona pueda legitimarlas y tomar
acciones y decisiones que les den congruencia y que las hagan crecer.
Esto mismo se puede aplicar al contexto de la
enseñanza, especialmente si lo que estamos enseñando son las prácticas
narrativas. Cheryl White y David Denborough (2005) mencionan que cuando
buscamos ser entrenadxs o entrenar a otrxs en la práctica narrativa, es por que
nos atrae la metáfora del desarrollo de historias, el compromiso con las prácticas no
patologizantes y el desarrollo de las propias habilidades.