Por
Alejandra Usabiaga del Moral
Cuando trabajo el tema de violencia, muchas veces me
lleno de preocupación y angustia, sobre todo por la cantidad de aristas que
incluye el tema y por las ganas de que todo salga bien y la persona violentada
pueda estar a salvo, ayudada por la atención terapéutica, situación que
normalmente tarda mucho en pasar, o en algunas ocasiones, no pasa.
Mercedes Martínez (2007), menciona que al trabajar
con personas que viven violencia es importante tomar en cuenta el contexto y
los valores, ya que las acciones de protección que se realicen deberán se
acordes a éstos, aún y cuando ante los ojos de otras personas no sea lo
esperado. Éste ha sido un principio que he intentado mantener presente, logrando
entender que las decisiones que las personas toman ante una situación están
relacionadas con su momento de vida y con lo que les es importante, muchas veces
más allá de su propio bienestar. Sin embargo, en algunas ocasiones me he
enfrentado al dilema de cómo atender los valores de algunas personas que me
consultan, cuando las acciones de protección que se establecen pueden generar un
nuevo tipo de violencia que no es vista por ellas mismas, o que se ve como un
mal menor ante la situación problemática o de violencia que se vivía antes de
“rescatar a la persona”, con lo cual pareciera que es justificable.
Mi dilema se ha visto exacerbado cuando en ocasiones
he podido convertirme en “cómplice” de la violencia al no verla o ignorarla, al
tener la posibilidad y responsabilidad de proteger a la persona que está siendo
violentada y que, por lo general, no puede defenderse a sí misma por desigualdad
en poder, como sucede con las/os niñas/os, las mujeres o personas vulnerables.
Este tipo de situación es muy evidente cuando se trata de la madre que no puede
ver que su hija/o está siendo molestada/o por su pareja, o la maestra que
minimiza cuando alguna/o de sus alumnas/os está sufriendo de violencia por
parte de sus compañeras/os.
Como terapeuta me he encontrado en situaciones en las
que he podido llegar a ser cómplice de la violencia, cuando se está valorando
alguna otra situación que también es importante para quien me consulta. En una
publicación de Dulwich Centre, refiriéndose al artículo de Mercedes Martínez,
los editores establecen que al “vernos involucradas/os en este tipo de dilemas
de valores, cuando tratamos de tomar una decisión con base en una postura
ética, una opción de conversación es poder nombrar el dilema ético, así como
desempacar la historia detrás de este dilema y del conflicto (Yuen & White,
2007). Aún cuando esta guía la establecen para el trabajo como terapeutas con
personas que viven violencia, en lo personal me ha ayudado a poder tomar una
postura que va de acuerdo con mis valores al enfrentar problemas éticos como
los que menciono.
Incluir el tema de Fracaso personal al realizar el
análisis de mi postura ética en este tipo de casos, ha sido fundamental, por la
visibilización que hace del poder y la ética, ya que como establece White
(2004) es importante tomar en cuenta los aspectos políticos de la práctica
terapéutica, y tomar una postura con respecto a la violencia.
Comparto un caso para ejemplificar los pasos que me permiten tomar
una postura política cuando me enfrento a un dilema ético como los que
menciono:
Hace alrededor de 20 años, Juan[1], un pequeño de 5 años, me fue referido por su escuela debido
a que presentaba conductas violentas constantes hacia sus compañeros/as: mordía
y pegaba sin razón aparente, además de hacer berrinches, lo que tenía a las
maestras dedicándole gran parte de su tiempo, descuidando en esos momentos al
resto de la clase. El pequeño vivía con su padre, de aproximadamente 40 años, y
su abuela paterna, quien se hacía cargo de la crianza. Además de la sesión de
inicio en donde el padre me explicó que se habían mudado hacia dos meses a la
ciudad de México, únicamente tuve dos sesiones más con Juan. Durante estas
intervenciones se hizo evidente que el niño había sufrido constantes cambios de
domicilio y, por ende, de escuela. El niño llevaba la cuenta de cinco colegios
en diferentes ciudades.
Al preguntar a la abuela paterna sobre la madre del pequeño
la señora se limitaba a responder “no está”, y cuando yo trataba de investigar
un poco más al respecto, tanto la señora como el padre respondían con evasivas.
Al finalizar la segunda sesión y darme cuenta de la falta de estructura que
imperaba en la vida de Juan, pedí tanto al padre como a la abuela me
concedieran una nueva sesión en donde pudiera compartirles algunas
preocupaciones sobre Juan. Al continuar las evasivas con respecto a la madre
del niño, les pregunté de manera directa si se habían robado al pequeño[2]. El padre terminó por reconocer que llevaban huyendo de la
justicia desde hacía cuatro años. Comentó que se había llevado al pequeño por
fricciones con su ex-pareja y prefería seguir huyendo toda la vida antes de
compartir al niño con su madre[3], quien, según él, no había demostrado ser un buen ejemplo
para su hijo al tener diferentes parejas. Intenté llevar la conversación hacia
lo que su hijo pensaría de ellos al crecer y cuando ya no pudiera impedir que
su madre lo contactara, a lo que respondió que no se iba a preocupar por algo
que no estaba pasando en el momento. El padre terminó comentando que de todas
formas se tenían que cambiar de residencia aproximadamente cada 5 o 6 meses,
así que solamente necesitaba que el niño pudiera estar en la escuela los dos
meses que quedaban de clases.
Para mi el dilema en este caso se refería, por un lado, a
la preocupación que me generaba saber que el espacio terapéutico era un lugar
seguro para Juan y que de alguna manera podríamos trabajar en construir herramientas
de convivencia dentro de la escuela; por el otro, saber, en primer lugar, que
al trabajar en este caso me estaba convirtiendo en cómplice de un delito y, en
segundo lugar, la incomodidad que me generaba que la razón por la que se
cambiaban frecuentemente de residencia, era que la madre de Juan no lo había
dejado de buscar un solo momento, lo que me llevaba a pensar que era una madre
preocupada por su hijo, y que yo no estaba contribuyendo a que pudiera
encontrarlo.
Al revisar la historia de los valores que se veían
vulnerados ante esta situación, y que me llevaban a este dilema, descubrí que
están sustentados en parte de mi historia y en aspectos familiares de los
cuales me siento orgullosa. No obstante, a pesar de haber revisado mi dilema y
la historia que sustenta cada uno de esos valores, no me sentía capaz de tomar
una decisión. Fue en el momento en el que me di cuenta que si yo trabajaba en
este caso estaría siendo no únicamente cómplice de un delito, sino que también
estaría tomando una actitud pasiva ante la violencia que el pequeño Juan y su abuela
vivían al no tener posibilidad de protegerse de las acciones que el padre
tomaba para, según él, “proteger a su
hijo” de su madre.
En ese momento tomé la decisión de no seguir trabajando en
el caso, le expliqué a los señores que aceptar tomarlo me convertía en cómplice
de un delito con el cual no estaba de acuerdo, además de que pensaba que con
una situación como la que estaban viviendo, el pronóstico sobre el
bienestar físico y emocional de Juanito
era muy pobre. Decidí remitirlos a un paidopsiquiatra, intentando que hubiera
alguien que pudiera ayudar al pequeño Juan con la ansiedad que experimentaba, a
pesar de cambiar de residencia de manera constante, y con la esperanza de que
eso le garantizara, al menos, no mudarse ni cambiar de escuela hasta finalizar
el curso.
El
caso de Juan y algunas otras personas a lo largo de mi vida profesional me han
llevado a mantenerme atenta a los dilemas, la postura ética y los valores que
me permiten caminar con mis consultantes, pero es el tema del abuso y la
violencia, y la posible complicidad que puedo llegar a tener en ellos, lo que
determina la postura política que tomo con respecto a los temas.
En
resumen, el proceso que me permite tomar una postura política cuando me
enfrento a dilemas éticos es:
1. Nombrar
el dilema o conflicto al que me estoy enfrentando.
2. Identificar
los valores que están siendo transgredidos en dichos dilemas.
3. Revisar
la historia que sustenta cada uno de dichos valores.
4. Identificar
los temas de poder y violencia y el papel que tienen dentro del caso.
5. Tomar
una postura política que me permita evitar transgredir mis propios valores al
contribuir de alguna forma con la perpetración o con la invisibilización del
abuso.
Cabe
mencionar que este proceso, además de haberlo utilizado en mi persona en
algunas ocasiones, lo utilizo con regularidad con mis consultantes cuando se
enfrentan a dilemas éticos en su vida.
REFERENCIAS
Yuen, A.,
& White, C. (2007). Conversations about gender, culture, violence and narrative practice (1st
ed., pp. 85-97). Adelaide: Dulwich Centre Publications Pty Ltd.
White, M.
(2004). Adressing Personal Failure. Journal of Narrative Therapy.
Dulwich Centre Publications.
[2] A finales del siglo pasado no
existían en México asociaciones conocidas, como alerta ámbar, que se dedicaran
a la recuperación de niños perdidos. La única instancia conocida era la
Procuraduría General de la República, que entonces tenía muy mala reputación
con respecto a corrupción y aceptación de sobornos.
[3] Cabe mencionar que la abuela de
manera personal me hizo saber que tenían contacto en los juzgados, quienes les
avisaban cuando parecía que podían estar cerca de encontrarlos. Además, los
datos que daban del niño y de ellos/as mismos/as con respecto a sus generales
eran falsos, razón por la cual era muy difícil que les encontraran. Asimismo,
cuando las escuelas les exigían llevar al pequeño a atención psicológica o
médica, el padre prefería cambiarlo de escuela para no arriesgarse a que lo
pudieran cuestionar por la situación del pequeño. Debido a esta información y a
la claridad de que en muy poco tiempo se moverían de residencia, tomé la
decisión de no invertir energía y tiempo en una denuncia que no prosperaría, y
en su lugar buscar algún recurso que pudiera ayudar al pequeño a pesar de su
situación.